Nicolás Rodríguez Esquivel
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Cuando hablamos de evolución humana, pensamos en un proceso masivo y prolongado, movimientos de ingentes cantidades de personas, con hitos imperecederos como herramientas de piedra o pinturas plasmadas en la roca; sin embargo, hay un hecho muy importante (aunque no se si debería llamarlo hecho sino un conjunto de muchos hechos pequeñísimos y repetitivos), no solo para nuestra formación biológica, sino también para nuestra formación cultural y que podría pasar desapercibido fácilmente. Estoy hablando de la hora de la comida y, aunque parezca algo burdo y banal, es esa misma banalidad lo que le da importancia.
Antes que nada, debemos saber que varios animales sociales y sociables poseen ciertas costumbres o hábitos, generalmente ya arraigados en los instintos, propios para fortalecer sus lazos con otros individuos del grupo, bandada, familia, colonia, manada o jauría. Por ejemplo, puede ser el acicalamiento en felinos, el aullar en conjunto en lobos o el jugar en monos. Sin embargo y debido a las penurias que se sufren durante la lucha por la supervivencia, este tiempo de recreación y socialización suele ser muy limitado, ya sea porque el grupo debe centrarse más en buscar alimento, agua, refugio o estar alerta a los posibles depredadores y enemigos. Por millones de años, nuestros ancestros no habrían sido muy diferentes en este aspecto a otros animales sociales; pero en algún punto, las cosas comenzaron a cambiar: a medida que la selección natural y el azar operaban, nuestra evolución fisiológica y psicológica no se hicieron esperar; primero, la carne nos dio una inteligencia bastante superiora otros simios, no solo por la proteína requerida que nos brindaba, sino también porque el conseguirla implicaba un mayor empleo del cerebro. Después, vino el dominio del fuego; este nos permitió defendernos de los depredadores, pero también cocinar los alimentos (y es que, por ejemplo, la carne cocinada, es mucho más nutritiva y provechosa que una cruda). Estos dos factores favorecieron un evento que no pararía de repetirse hasta nuestros días: la anteriormente mencionada hora de la comida. Fueron en esos momentos de completa tranquilidad y confortabilidad, protegidos y abrigados por el calor de la fogata mientras podían disfrutar de una buena comida, cuando bandas, familias o grupos de nuestros ancestros empezaron a platicar e intercambiar información entre ellos, propiciando así, posiblemente, el surgimiento de nuevos saberes, el refinamiento del lenguaje o la risa y la aparición de los primeros sentimientos reales, como el amor, la felicidad, la tristeza o el odio. Pero lo más importante de todo, fue que reforzó las relaciones y los vínculos entre los miembros del grupo, fortaleciendo a este último lo suficiente como para poder realizar grandes migraciones sin desbaratarse en el camino ante las peripecias del viaje o para establecerse en algún lugar en específico y comenzar a formar sociedades sedentarias, grandes y complejas.
Parece increíble que un momento tan insignificante del día de una persona resulte tan importante para el desarrollo de toda una especie; sin duda, ya tendrás algo de qué hablar en la mesa la próxima vez que comas con tu familia o tus amigos.
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