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EL SEGUNDO IMPERIO MEXICANO: EL ESPEJO DE LA CONCIENCIA NACIONAL

Foto del escritor: YURIYURI

Oscar Ibarra Espinoza

Introducirnos al conocimiento de la Historia de México implica enfrentarnos a una serie de acontecimientos de origen interno y externo que nos muestran una intrincada y sinuosa ruta que se antoja difícil y un reto titánico para su análisis y comprensión. Una gran cantidad de relatos e interpretaciones, de ideologías y manías, nos impiden un acercamiento amable y sencillo a los momentos más relevantes de nuestra construcción nacional.

Ese ha sido el destino de uno de los momentos más analizados e interpretados de la historiografía mexicana, el Segundo Imperio Mexicano o también llamado Imperio de Maximiliano, del cual haremos una breve semblanza, sin otro afán que el de mostrar un contexto general que nos permita reinterpretar los datos ampliamente conocidos de dicho suceso y de su principal protagonista que, aunque breve, significó un cambio radical en la transformación política, económica, ideológica y hasta legal del México moderno.

Empezaremos por decir que el siglo XIX mexicano se caracterizó por una enconada disputa entre los grupos que nacieron de nuestra lucha independentista; los cuales maduraron bajo la influencia de dos conceptos teóricos que significaron tanto en México, como en otras partes del mundo, dos maneras de concebir la administración pública, el acceso a la riqueza, la estructuración social y por supuesto un fuerte contrastante en la manera de pensar y de actuar, a saber, el liberalismo y el conservadurismo.

Los representantes más destacados del liberalismo y conservadurismo mexicano lucharon por establecer en nuestro país sus modelos de pensamiento, a la par de controlar la riqueza y el poder que significaba acceder al poder político y a los distintos puestos gubernamentales, que a su vez conllevaban posiciones sociales de privilegio.

En este contexto surge la figura de Maximiliano de Habsburgo, que representa en su persona, la propia dicotomía que sufría su país de destino, que se debatía entre abandonarse a la herencia magnificada de los antiguos triunfos de una época colonial cada vez más lejana o embarcarse en la consecución de la modernidad y el progreso que cada vez parecía estar más lejos de las posibilidades de nuestra patria.

Desde que Maximiliano y Carlota desembarcaron en Veracruz en 1864, se enfrentaron al amargo sabor de enfrentar la realidad que les deparaba su nuevo hogar con la grandeza de los planes que habían idealizado desde que, jubilosos, habían sido nombrados emperadores de México.

Los tres años que se mantuvo el Segundo Imperio (1864-1867), se debatió en el ciclón que provocaron las múltiples exigencias de los conservadores mexicanos, que ansiaban ver recuperados los fueros y privilegios que les habían arrebatado los “comecuras” como resultado de un conflicto que se antojaba largo y cansino; y por el constante ataque y rechazo de los liberales, quienes consideraban que el origen de los males de este país provenían de Europa y de los “cangrejos” que pretendían recobrar bienes y poder sobre la sangre y la explotación de las clases marginadas de la nación mexicana.

Las leyes modernas emanadas de una experiencia gubernamental europea, el embellecimiento, modernización e iluminación de la capital mexicana, los bailes imperiales, el apoyo regio a las artes y las ciencias, el establecimiento de un periódico oficial que permitiera la promoción de los grandes logros del Imperio, el acercamiento y reconocimiento de las principales administraciones alrededor del mundo que presidían las relaciones internacionales de la época y la presencia del ejército más brillante, organizado y victorioso del mundo; no impidieron que la administración imperial saboreará múltiples y amargos tragos, provocados por la desestabilidad de cimientos construidos en ideales, apoyos transitorios, intereses particulares y luchas por el control político, económico y social de una nación que había nacido a la vida independiente arrastrando el hambre, la miseria, la desigualdad, la mendicidad y el desorden hasta convertirlos en un estilo de vida y de gobierno difícil de abandonar.

Ante esta situación poco halagüeña, debemos agregar los propios errores de Maximiliano, por ejemplo el idealismo de príncipe segundón, nacido y educado en la más antigua y noble de las familias reales de su época, trasladado a un contexto internacional de políticos más que de estadistas; controlado por distintos intereses, menos el del honor y los buenos actos y pretender transformar un país que más que necesitar el idealismo de la amabilidad y bondad, exigía a gritos mano dura y orden derivado de lo que era su realidad, la guerra y la sangre.

No nos engañemos al pensar que Maximiliano actuaba, únicamente desde el desinterés y la bonomía o desde la inocencia y la fantasía; también tenía sus propias necesidades e intereses, dejándose llevar en su actuar por la descontextualización, la ceguera y la ambición; ya que, al querer abandonar una realidad asfixiante en Europa, aceptó una oportunidad de ser rey fundada en engaños, información a medias y apoyos poco sólidos que en los momentos de mayor prueba desaparecieron.

Analizar y opinar sobre el Segundo Imperio Mexicano, como en cualquier otro suceso histórico, requiere entablar una serie de relaciones nacionales e internacionales, buscar el justo medio entre los intereses particulares y nacionales, pero principalmente obliga a establecer que ningún personaje o gobierno, país o grupo político es completamente bueno o completamente malo y que hablar de la Historia implica matizar y contextualizar, antes que manejar datos, fechas, ideas y conclusiones que nos obliguen a acusar a unos y perdonar a otros.

Acercarse a la segunda experiencia monárquica mexicana obliga a reconocer en una figura extranjera una serie de fallas propias que, demuestran las contradicciones tan características de nuestra conciencia nacional y de las cuales pocas veces hacemos conciencia.

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