Nicolás Rodríguez Esquivel
En la actualidad, vislumbramos a las ciencias en general como un poder inamovible de su pedestal y cuyas respuestas son incuestionables; ¿las razones? Esta es uno de los pilares principales que sostienen a nuestra sociedad y son el motor número uno del progreso, palabra insignia de este siglo, sin duda.
Pero miremos un poco hacia atrás en el tiempo, hacia los orígenes de la ciencia y cuando esta apenas estaba empezando a ser planteado por unas extrañas personas llamadas “filósofos”. Los “filósofos” eran contrarios a los “sofistas” (o sabios), pues creían que el conocimiento se adquiría o se creaba gracias a el cuestionamiento constante y al admitir que uno simplemente no puede saberlo todo (de ahí la palabra filósofo: “amante de la sabiduría”)
Desde ese momento, la ciencia comenzaría un avance lento pero casi constante, imponiéndose sobre dogmas de conocimiento, religiosos y no religiosos. La fórmula a esta evolución continua se debía a que siempre se ponían en duda las hipótesis, las teorías y hasta las leyes que se formulaban dentro de la misma (ciencia); esto renovaba siempre el saber y evitaba estancamientos.
En el siglo XXI, estamos acostumbrados a admirar y alabar la ciencia como una religión, en donde sus integrantes mas reconocidos y su contenido en general no puede ser rebatido o puesto en duda; y eso es un grave error. En nuestra soberbia, creemos que podemos saber todo y ese mismo saber jamás cambiará o será erróneo; irónicamente, hemos convertido a la ciencia en aquellos que sus creadores, los filósofos, juraron destruir.
Dejemos de ser sofistas y volvámonos unos simples amantes de la sabiduría; volvamos solo a saber que no sabemos nada.
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